Capítulo 1. Quimera
Yo permanecía inmóvil, sin embargo, sabía que él estaba
allí. Mi cabello azabache se deslizaba rodeando mis senos hasta la altura de mi
cintura, brillando en la noche. Le vi. Allí estaba de nuevo, con sus largas
ondas cayéndole más allá de sus hombros. Y aquellos ojos. Aquellos dos pozos
negros mirándome, deleitándose con mi figura yaciente. Aquel ser extrañamente
apuesto, cuyo rostro me era negado observar, dejaba entrever su alma. Un alma
impura, pérfida, inmortal, pero tentadora, demasiado tentadora.
Podía sentir el calor que desprendía su cuerpo y la
embriagadora fragancia varonil que inundaba aquella onírica estancia rojiza. Su
respiración era lenta, acompasada, sensual, y percibía como se acercaba poco a
poco con su mirada fija en mi vulnerable ser. Él era consciente de mi plácido
sueño y eso le provocaba una sensación de dominio y perversión aún mayor.
Podía notar como su excitación aumentaba a medida que iba
reduciendo la distancia entre nosotros. Deliciosamente parsimoniosa. Aquel
hombre parecía deslizarse sin apenas tocar el suelo, levitando a su merced. He
de reconocer, y esto es algo realmente abrumador para mí, que su sola presencia
bastaba para hacerme sentir cosas que ni en mis sueños más íntimos había
sentido.
Una sola mirada bastaba para excitarme lo suficiente como
para desear que me poseyera, aunque el pago fuera mi propio fin. Lo juro.
Vendería mi alma a cambio de una sola caricia de ese misterioso hombre. Un solo
beso me complacería más que toda una vida de abundancia y riquezas. Una sola
caricia era más ansiada que una larga existencia en mi prisión dorada. Pues
aquel ser ofrecía algo realmente atrayente capaz de comprar con ello un millón
de almas. Aquel oscuro ser ofrecía la libertad más absoluta.
Mi nombre es Corinne Bendix, hija de Sir James Bendix.
Vivía en un pueblecito en las afueras de Londres llamado Castle Combe junto a
mi padre y mi hermana Hannah, de nueve años. El siglo XIX estaba llegando a su
fin, pero mi padre seguía con sus estrictas y obsoletas convicciones acerca de llevar
una vida regida por la religión y el pudor, hecho que me suponía llevar un proceder
restrictivo y monótono.
Annabeth era la única hija de tío Patrick y tía
Geraldine. Ella era tan solo un año menor que yo, pero su padre la había
comprometido con Sir Roger, aunque ella había corrido mejor suerte. Sir Roger
tenía menos propiedades que mi prometido pero también menos años, y un físico
bastante aceptable. Era una joven con suerte, pues ya conocía el amor y su
prometido era del agrado de mi tío, aunque más por su posición social y
económica que por la valía del muchacho.
Annabeth y yo nos criamos juntas y tanto mi hermana
Hannah como yo, al morir nuestra madre, hallamos en la suya un nuevo referente
materno. Tía Geraldine era la mujer más dulce de cuantas he conocido y nos
trataba a ambas por igual. Era la mediadora entre las rígidas personalidades de
los hermanos Bendix y nuestras jóvenes voluntades. Tenía lo que vulgarmente se
conoce como mano izquierda.
En breve iba a ser la boda de Annabeth y ambas casas
estaban excitadas con los preparativos. Cuando llegara el enlace, mi prima iba
a ser la señora del hijo de uno de los empresarios más exitosos de Inglaterra y
eso aumentaría el estatus social de los Bendix.
Annabeth era una joven algo ingenua y simple pero de
deslumbrante belleza, herencia de su madre. Largos rizos dorados caían cual cascada
por debajo de su espalda y unas tupidas pestañas enmarcaban aquella mirada
ciánica que despertaba el deseo de los hombres de más alta alcurnia de
Inglaterra. Annabeth, de cuidada imagen e intelecto distraído, se paseaba cada
mañana por las calles de Castle Combe vistiendo su estilizada silueta con la
última moda en Londres. No podía pasar un solo minuto sin comprobar, con su
espejo de mano, que su aspecto estaba impoluto, por lo cual a menudo perdía el
hilo de las conversaciones y optaba por contestar con monosílabos y coletillas
traicioneras. Pero a pesar de sus excentricidades y ser una pésima consejera,
era una buena amiga.
Con tan solo diecinueve años, pidió mi mano Lord Wiltshire,
un hombre treinta años mayor que yo, de aspecto repulsivo y maneras poco
deseables, pero tenía tantos años como bienes terrenales. El solo hecho de
pensar en que mi esposo iba a ser aquel hombre y al que debería fidelidad y
sumisión, hacía que me compadeciera de mí misma día y noche.
-¿Has vuelto a tener ese sueño? –Me preguntó Annabeth
mientras me ayudaba a anudarme el insoportable corsé-. Si tu padre supiese de
él, creería que te ha poseído el mismísimo Diablo –bromeó.
-Lo sé, Annabeth –solté una sonora carcajada-. ¡Mandaría
al Padre Halley para que expulsara a la bestia que hay en mí! Pero no puedo
quitármelo de la cabeza… Es demasiado…
-¿Real? –continuó-. Te entiendo. Cuando conocí a Roger,
su belleza me pareció sublime y yo también dudé de que fuera un sueño.
-Annabeth, es que esto es un sueño. Ese hombre no existe.
Mi realidad es otra muy diferente –susurré cabizbaja-. Mi realidad es Lord
Wiltshire…
-Oh, Corinne… Mira el lado positivo. Vivirás en un
hermoso castillo en plena capital, querida –dijo anudándome el último lazo de
la insufrible pieza-. Bueno, esto ya está listo.
-Tú no lo entiendes, Annabeth. Tú te vas a casar con el
hombre al que amas, sin embargo yo…
-Lo amarás, estoy segura, pero deberás darle tiempo.
-Sir James le reclama, Señorita Corinne –dijo Abigail
entrando en mi dormitorio.
-Ahora mismo bajo –contesté.
Abigail era la sirvienta más veterana de nuestra casa.
Llevaba tanto tiempo con nosotros que ya no me sorprendía ni la oscuridad de su
piel. Era una mujer conservadora, nunca había contraído matrimonio y los años
ya no le permitían tener descendencia, pero siempre decía que el único
compromiso para el que había nacido era cuidar nuestra casa. Cumplía con sus
labores diarias mejor que nadie que hubiese visto. Era ordenada, pulcra y
extremadamente decorosa. Hannah la adoraba, y yo también.
Mi padre nos había dado una vida acomodada y nuestro
cuidado había sido delegado en Abigail, así como nuestra educación en tía
Geraldine. Formábamos parte de la alta burguesía, pues mi abuelo paterno había
dejado como herencia a sus dos hijos varones el negocio de la armería real. Era
el fabricante de las armas y equipos de defensa del ejército Real y ahora tío
Patrick y mi padre eran los encargados de mantener a flote el próspero negocio.
-¿Qué demandará, ahora, tu padre? –me preguntó Annabeth
contemplando su imagen en el descomunal espejo que pendía de la pared.
-No tengo idea, pero me temo que nada de mi agrado
–confesé con indiferencia.
Cuando llegamos al salón, ambas vestidas con nuestros
mejores atuendos, padre nos aguardaba impaciente tomándose un amargo café, como
era costumbre cada mañana. Aquella mañana me había despertado sintiéndome
radiante, hermosa, algo impropio en mí, pues estaba siempre más distraída con
la nariz metida en algún interesante libro. Pero aquel día con mi precioso
vestido entallado púrpura me veía realmente bella.
Mi cabello negro formaba
grandes bucles habitualmente recogidos con una modesta cinta negra y mis
vivarachos ojos verdes brillaban de forma especial. Mientras bajábamos por las escaleras
mi prima no cesaba de hacerme cumplidos.
-Si no te conociese tanto, querida, juraría que estás
enamorada. ¡Tus ojos lo exclaman! Aunque supongo que no será de… -susurró estas
últimas palabras al aproximarnos al salón donde se encontraba padre.
Éste poseía un acerbo carácter desde el repentino fallecimiento
de nuestra amada madre, y si se le conocía por la nimia flexibilidad con
respecto a la educación de sus hijas, ésta se tornó nula a raíz del terrible
suceso.
-Corinne, hija mía, reclamaba tu presencia –dijo
incorporándose. Una nueva figura, corpulenta y espeluznantemente soberbia,
acompañaba a Sir James-. Lord Wiltshire deseaba verte.
Mi rostro quedó helado en una mueca de perplejidad y
aborrecimiento, pues no había conocido jamás a un ser tan repelente como Lord Wiltshire.
Desde que era una niña, incluso menor que Hannah, aquel viejo había puesto sus
indecentes ojos en mí. Annabeth, a mi lado, no me soltó la mano ni un momento y
con sutiles pero constantes apretones intentaba consolarme.
-Señorita Corinne –dijo Lord Wiltshire relamiéndose su
espeso y canoso bigote-, es usted aún más hermosa que en el vago recuerdo que
alberga mi mente-. No veía al depravado del Lord desde la tierna edad de los
doce años-. Está hecha ya toda una mujer. Se parece a su madre, Corinne –“no
menciones a mi madre, viejo inmundo”, pensé.
-Gracias, Lord –dije finalmente, con mi suave y delicada
voz e intentando forzar una sonrisa-. Es todo un cumplido.
-Bien, os dejaremos solos. En unos meses será el enlace y
así tendréis tiempo para conoceros –comentó mi padre-. Annabeth, querida,
acompáñame al jardín. Tus padres están allí.
Veía alejarse a mi padre y a Annabeth, la cual giraba su
cuello para comprobar mi estado y tranquilizarme con su mirada marina. Mi
padre, sin embargo, andaba recto, como si no supiera de mi desacuerdo sobre el
compromiso con el Lord.
-Y bien, señorita Corinne –susurró deslizándome uno de sus
rechonchos dedos por mi brazo-. Cuénteme algo sobre usted. Aunque he de decirle
que ya me tiene totalmente convencido con su gran atractivo físico…
-¿Nos sentamos, Lord? –pregunté con aquella exquisita
educación que me habían inculcado, haciendo enormes esfuerzos por controlar mis
nauseas.
Tomamos asiento en las cómodas banquetas que habían
preparado allí con esmero Abigail y la joven criada a la que ésta instruía. Al
instante, ambas vinieron a servirnos más café.
-¿Qué quiere que le cuente, Lord Wilshire?
-Bueno, la verdad es que lo sé todo sobre usted. No es
una sorpresa que le mencione que año tras año he ido preguntando a su padre
cómo iba creciendo y madurando su primogénita –sus ojos se encendieron al
pronunciar aquellas palabras que tan indecorosas sonaban en su apestosa boca-.
Pero me gustaría saber cómo desea que sea nuestro enlace. Es decir, ¿hay algo en
especial que le haga ilusión?
Medité unos segundos sobre su pregunta, que aún siendo lo
más acertado que había dicho hasta ahora, me seguía pareciendo realmente
innoble.
-No, mi Lord. Aunque si quiere que le sea sincera, ésta
no es la boda con la que había soñado –dije sin perder la compostura ni las
buenas formas.
Lord Wiltshire titubeó, carraspeó y tosió. Una tos
nerviosa e incontrolada dio paso a un repentino ceño fruncido.
-¿A qué se refiere, señorita? –gruñó.
-Lo cierto es que lo que me haría especial ilusión el día
de mi compromiso sería poder elegir al contrayente.
-¿Pero cómo se atreve? –exclamó alzando la voz e incorporándose
de nuevo.
-¿Qué ocurre aquí? –exclamó mi padre, que entró en la
estancia al oír el exagerado tono de voz de Lord Wiltshire.
-Creía que había dado una excelsa educación a su hija,
Sir James. Yo venía a conocer a mi futura esposa y lo que me encuentro en su
lugar es una niña malcriada –dijo dirigiéndose hacia la puerta de salida con
grandes y rudas zancadas-. Le aconsejo, James, que la entre en vereda antes de
mi próxima visita-.
Concluyó dando un portazo.
Como era de suponer, mi padre me mandó encerrar en mi
cuarto, cosa que acepté de buen grado. Necesitaba estar sola con mis
pensamientos.
Fue inevitable. Al caer sobre la cama y abrazar el
mullido almohadón de plumas, exploté en un llanto desconsolado. Pensaba en la
forma en la que mi padre pretendía malgastar mi vida junto a la de un viejo
degenerado y repelente. Era injusto. El berrinche fue tal que quedé sumida en
un sueño profundo, como cuando duermen las criaturas.
Pero dudo mucho que las criaturas tuvieran sueños tan
extrañamente sugerentes como el que tuve aquella noche. Era él. Aquel ser se
había introducido en mi sueño otra vez. Podía percibir de nuevo su presencia.
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